No adviertes que es lo común hasta que no
buscas simplezas en lugares ajenos y te das cuenta de que no existen, de que no
las han inventado. Te llevas las manos a la cabeza y los llamas locos, ¡locos!.
Cuando el loco eres tú por pensar que todos somos iguales. No actuamos del
mismo modo, y no sabría especificar cuál es mejor. Desde mi posición, en mi
endogrupo, me da por pensar que mi opción es la mejor, pero eso es una locura,
una majadería, un atrevimiento. ¿Quién es totalmente imparcial como para
decidir qué es lo mejor? Además, qué más dará si es lo mejor o lo peor,
simplemente importa que quién viva allí, de aquella manera, sea feliz así.
¿Somos quienes para imponer nuestro criterio
allá por donde vamos? ¿O debemos deshacernos de todos nuestros “típicos” cuando
donde estemos no lo sean? No lo entiendo y no lo sé. En la pluralidad se
encuentra la magia. Debemos plegarnos dejando en la frontera lo que somos y
acogiendo lo que vemos. No, no lo comparto. Aunque cada vez somos todos más parecidos.
No entiendo porque nos empeñamos en hacer moldes iguales, por cortarnos a todos
por el mismo patrón. Debemos o no plegarnos, ¿quién lo decide? ¿la moralidad? ¿la
moralidad tiene siempre la voz cantante? Pero… no nos damos cuenta que incluso
esa moralidad es diferente, es ambigua, no es imparcial. Moralizamos las cosas
siempre desde nuestra estructura mental, que no es sino una representación
personal de aquello que aceptamos, y no, de nuestra sociedad.
Saldremos y veremos, y nos miraran, con
curiosidad ambas cosas. Hasta nuestro caminar nos traiciona y nos posiciona. No
dejaremos indiferente a los ojos que nos ven, si tan opuestos somos a ellos. Provocaremos
risa en ellos y posible que ellos en nosotros pena. Pena, pero pena por no
entender su felicidad. Por ser avaros y codiciosos y aún así infelices. Y con
sus simplezas, las cuales quizá no encontrarían en nuestro país, les basta y
les sobra; y en cambio nosotros necesitamos tanto, tanto. Estamos tan atados y
estigmatizados.